Aquí Hablan Ellas

Protesta pública contra la violencia hacia las mujeres.

22 de noviembre del 2025

Comenzó siendo una mañana fresca. El sol recién empezaba a dejar caer sus rayos de luz sobre la plaza de Guadalupe. En lo alto, tras un recorrido de setenta y nueve escalinatas que parecían despertar con cada paso, se alzaba la gran iglesia de Guadalupe. A su alrededor, los locales, tiendas, restaurantes y casas abrían lentamente sus puertas, dejando salir aromas de pan, café y vida cotidiana que se mezclaban con el murmullo de la plazuela.

Sobre la plaza, diversas mujeres acomodaban mesas y objetos: pinturas que brillaban bajo la luz recién nacida, cartulinas que esperaban ser llenadas de voz, fotografías que guardaban memorias y flores que perfumaban el aire. Otro grupo de mujeres jóvenes comenzaba a rodar por el espacio en bicicleta; algunas avanzaban con más dificultad, tanteando el equilibrio, y otras, con fuerza y libertad, pedaleaban como si el viento mismo las reconociera y les hiciera camino.

Mujeres. Esa era la fuerza que se concentraba sobre la plazuela. Sus miradas, abiertas como alas, esbozaban cariño, entusiasmo y una curiosidad luminosa que parecía encender el ambiente.
No pasó mucho tiempo antes de que, entre melodías que empezaban a surgir desde los altavoces y las voces, se escuchara el llamado a reunirse sobre las escalinatas para dar comienzo a la Andada Bicicletera: la protesta contra la violencia hacia las mujeres.

El encuentro tomó fuerza desde el primer gesto compartido. Antes de empezar a rodar, una de las mujeres —con paciencia y una voz clara— guió a todas a conocer las partes de la bicicleta: el freno, el manubrio, el asiento, el pedal. Cada nombre era una pequeña herramienta para avanzar, pero también una invitación simbólica a reconocer los ritmos y los caminos propios de cada mujer, como si nombrar cada pieza fuera también una forma de aprender a acompañar su andar.

Luego, entre todas se ayudaban unas a otras a pedalear. Algunas avanzaban como si en sus piernas vibrara la agilidad de algo vivo y ligero; otras, con más dificultad, tropezaban. Pero siempre había una mano que alcanzaba, una voz que alentaba, una risa que envolvía, sosteniendo el impulso colectivo.

La protesta continuó bajo el sol ardiente y la sombra fría. De vez en cuando, la gente se acercaba a asomarse o iba y venía de la iglesia, como si la plazuela entera respirara junto a ellas. Las actividades se transformaron en nuevas dinámicas, y el gran grupo de mujeres comenzó a dividirse en pequeños círculos que se abrían y cerraban como capullos en metamorfosis, cada uno con su propia energía y su propio ritmo.

Algunas de ellas se detuvieron un momento a explorar sus sentidos, sus pensamientos, sus ideas más inmediatas. De ese pequeño ejercicio de introspección —hecho de silencios, recuerdos, intuiciones o impulsos— surgía una frase: algo que nombrara lo que cada una estaba sintiendo o necesitando decir. Luego, ese gesto íntimo se llevaba al papel: cartulinas blancas o negras que se llenaban de color con gises, plumones, lápices o lo que hubiera a mano, decorándose con flores, trazos libres o pequeños símbolos que hacían visible aquello que primero había nacido adentro.

Seguían hacia un espacio lleno de fotografías, un rincón donde cada imagen parecía abrir una historia. Allí podían detenerse, mirar con calma y adueñarse del lugar, compartiendo esas memorias visuales con sus allegadas, como si juntas tejieran un mapa de experiencias y reconocimientos.

Podían seguir el camino hasta llegar al punto donde confrontar sus ideas, pensamientos y sentires. Allí se abría un espacio para mirarse hacia adentro y hacia las otras, un lugar donde cada palabra encontraba su eco. Era la construcción de un pronunciamiento, tejido con la voz y la experiencia de cada una de las mujeres que participaban.
Frente a un gran rotafolio, escribían y entrelazaban sus pensamientos, hilando con las voces de todas una declaración que nacía desde lo más profundo: una palabra compartida, firme y viva.

Rodaban ahora hacia un espacio donde la creatividad les abría paso y trabajaban con los sentidos. Reflejaban su propio caminar por la vida en lienzos de pintura, dejando que cada trazo contara un fragmento de su historia. Jugaban con colores —morado, verde, rojo, rosa, amarillo— y sellaban, con el puño y con la huella del pie, el andar de esta lucha que llevaban a cuestas y que compartían entre todas.

Un poco cansadas de participaciones que requerían mucha fuerza, y con el sol encendiendo la desolación propia de las altas horas del mediodía, llegó el momento de detenerse. La pausa invitaba a comer un trozo de pan, tomar café o agua de sabor y entablar alguna charla con mujeres semejantes. Era un descanso bien recibido, una tregua necesaria que abriría paso a una actividad íntima, colectiva y también divertida. Algunas otras pegaban sus frases sobre las bicicletas. Sería entonces un fenómeno bicicletero muy propio de ellas: ruedas cubiertas de voces, manubrios adornados con consignas y marcos que cargaban mensajes como si fueran banderas vivas.

Una mujer, un poco mayor que la mayoría de las presentes, comenzó a convocar a un acercamiento bajo la sombra del quiosco pequeño y amarillo que se alzaba sobre el parque. Ahí había múltiples sillas dispuestas en círculo y una gran bocina que pronto haría retumbar el lugar con ritmo y melodía.

Comenzaba entonces un pequeño taller de rap, un círculo vibrante donde todas aprendían el origen del ritmo, la forma en que se construyen sus versos y los distintos estilos que lo atraviesan. Las voces iban calentando el aire, soltándose de a poco, mientras las manos marcaban compases sobre las piernas, la madera o el aire mismo.
Después llegaría el momento de improvisar y componer el himno de la Escuela de Mujeres Indígenas Migrantes, que ese día se reunían —como una sola fuerza— para protestar contra la violencia hacia la mujer.

Mientras tanto, el resto del equipo organizador descansaba bajo la dualidad de la sombra y la luz: algunas se refugiaban bajo el quiosco amarillo, otras dejaban que el sol les secara el sudor del esfuerzo. Reían suavemente mientras comían bolis de distintos sabores —fresa, vainilla, chocolate— cuyos colores se derretían poco a poco entre sus manos calientes, marcando un pequeño respiro en medio de la intensidad del día.

Con cierta timidez inicial, las mujeres comenzaron a hilar palabras sueltas, a dejar que los versos brotaran casi en susurros, como si primero necesitaran probar su propio ritmo. Poco a poco, las voces fueron tomando cuerpo; las frases improvisadas empezaron a encajar unas con otras hasta formar un pequeño rap colectivo. En sus rostros se dibujaba una mezcla clara de satisfacción y sorpresa, como si cada una descubriera, al escucharse, una fuerza que no sabía que tenía. Había emoción en sus ojos, un brillo vibrante que aparecía cada vez que una rima caía en el lugar exacto o cuando todas coincidían en un mismo latido. Cuando terminaron, un aplauso estalló al unísono por el resultado del esfuerzo compartido, de ese ritmo improvisado que resultó un pequeño triunfo.

Con esa euforia recién encendida, descendieron del quiosco que se elevaba un par de metros sobre el suelo, como si bajaran de un pequeño escenario cargadas de energía. La convocatoria continuaba ahora con algo casi festivo: el destrozo de piñatas coloridas que, simbólicamente, representaban al patriarcado. Las figuras colgaban balanceándose con el viento, hechas de papel brillante y formas exageradas, esperando el golpe certero.

Una a una, las mujeres tomaban el palo entre las manos, y con esa mezcla de alegría, coraje y seguridad que les recorría el cuerpo, se afirmaban en el suelo, giraban ligeramente la cintura y se balanceaban hacia adelante para golpear la piñata. El sonido seco del impacto resonaba por el parque. Pasó una mujer, luego otra, después una tercera, una cuarta… y boom: la primera piñata estalló en pedazos de papel de colores que cayeron como confeti improvisado. Entonces todas, riendo, con la emoción vibrando en sus pasos, se abalanzaron entre sí para recoger la recompensa brillante: dulces que rodaban por el suelo como pequeñas victorias.

Siguió una segunda piñata, y esta vez incluso los infantes —hijos e hijas de las mujeres organizadoras y de las asistentes— se sumaron. Entre risas agudas y tímidas miradas curiosas, levantaban el palo con ambas manos y daban golpes torpes pero llenos de entusiasmo. Después de una, dos, tres, cuatro, cinco participantes, la segunda piñata terminó también desgarrada, hecha añicos coloridos. Y nuevamente, como un ritual alegre y compartido, las mujeres corrieron a recoger los dulces, entre risas, manos que se cruzaban y miradas que celebraban un pequeño acto simbólico de resistencia y unión.

Andando hacia el final del encuentro, todas las personas presentes comenzaron a reunirse cerca de una carpa blanca, tensada por el viento y sostenida por delgados tubos metálicos que vibraban con cada ráfaga. Allí, al centro, esperaban tres mujeres jóvenes, estrechando entre sus manos unas hojas ligeramente arrugadas por los nervios. Se miraban entre sí como buscando respaldo, respirando hondo, acomodándose el cabello, enderezando la postura.

Cuando por fin comenzó el pronunciamiento, sus voces —al inicio suaves, casi temblorosas— fueron tomando cuerpo y firmeza. En sus palabras se elevaba la fuerza de la figura femenina: la exigencia de libertad, de vida, de dignidad para cada mujer presente y ausente.

Aunque estaban nerviosas, se sostenían mutuamente; cuando una terminaba, otra continuaba, y así, entre las tres, construyeron un mensaje grande, sólido y lleno de verdad. Al terminar, el resto del público estalló en vítores y aplausos que resonaron con fuerza y emoción. Se escucharon gritos, chiflidos celebratorios, manos que golpeaban juntas con un ritmo casi festivo. Las mujeres sonrieron, algunas con los ojos brillantes, mientras el ambiente se llenaba de un sentimiento compartido de orgullo y resistencia.

Antes de que todas se dispersaran, se reunieron nuevamente en un espacio amplio de la plaza, donde las compañeras de la organización habían acomodado las bicicletas en una gran media luna. Cada una tenía algo que la distinguía: globos verdes y morados sujetos a los manubrios, carteles afirmados en los costados de los asientos, mensajes colocados en las pequeñas canastillas delanteras. Juntas formaban una especie de constelación colorida y vibrante.

En el suelo, frente a ellas, se extendía el gran tapiz cubierto únicamente de huellas: pisadas marcadas en pintura morada, verde, roja, amarilla. Cada paso contaba una historia, un andar propio que se entrelazaba con el de las demás. Y al fondo, sosteniendo la escena, se alzaba el cartel oficial de la protesta pública.

Una a una fueron eligiendo un lugar dentro de esa media luna. Algunas se subieron a las bicicletas; otras se acomodaron a un costado, respirando el aire tibio de la tarde, dejando que la energía del momento se asentara en sus cuerpos.

Entonces ocurrió un gesto poderoso y compartido. Todas alzaron el puño, firme y alto, como un estallido silencioso de resistencia, fuerza y lucha. Era una ola que se elevaba desde el centro del pecho hacia el cielo, una señal que unía a cada mujer con la otra.

Al final, participantes, organizadoras y público estallaron en gritos y aplausos que se mezclaban con risas, vítores y voces llenas de emoción. Era un eco colectivo que vibraba sobre la plaza y envolvía a todas por igual. Y así, en medio de esa euforia luminosa, se registró el momento: un lienzo fotográfico que atrapó la fuerza, la presencia y la unión tejida durante toda la jornada.

La jornada comenzó a desanudarse poco a poco. Algunas mujeres volvieron a montar sus bicicletas y rodaron nuevamente por la plaza, dibujando pequeñas vueltas como si no quisieran que el impulso del día se apagara de inmediato. Otras se quedaron conversando en grupos, compartiendo risas, historias o silencios cómplices, formando esos círculos espontáneos que solo nacen cuando algo profundo se ha movido en conjunto.

Luego, sin prisa pero sin detenerse, empezaron a despedirse. Una se inclinaba para abrazar a otra, alguien agradecía por la coincidencia, por el gesto, por la palabra. Varias prometían reencontrarse en la próxima, porque siempre hay una próxima cuando la lucha sigue latiendo.

Y así, entre despedidas y movimientos suaves, la Andada Bicicletera llegó a su fin.

Pero algo quedó suspendido en el aire.

Porque ese rodar no fue solo una actividad.
Fue una metáfora viva.

El andar en bicicleta —ese movimiento que impulsa el cuerpo y, al mismo tiempo, algo dentro de una misma— guarda una mezcla de potencia, ligereza y libertad que es difícil traducir en palabras. Una sensación que se reconoce más en el pecho que en el lenguaje, como un impulso que nace solo y que, por un instante, parece abrir un territorio nuevo.

Cuando una mujer pedalea, no solo avanza: se afirma, se nombra y se libera.

Y juntas, como una rueda que no deja de girar, seguimos moviendo el mundo.

Surya Joseph